Dicen que nadie valora lo que tiene hasta que lo pierde, y también se dice que "quien fue cocinero antes que fraile, lo que pasa en la cocina bien sabe". Por eso, quizá, hoy se tenga en tan poca estima a los relojes. Cuando hace unos siglos - tampoco tantos - la única manera de saber la hora era esperar a que las campanas de las iglesias o catedrales tocaran (en las horas canónicas de prima, tercia, sexta, nona...), el aldeano no tenía ninguna otra manera de saber lo tarde o temprano que era, salvo guiándose por el paso del sol y la cantidad de luz que le quedaba al día.
Hay muchos que no lo saben, pero el mal llamado ahora "horario militar" que divide el día en 24 horas (y no en 12, más civil), proviene precisamente de las horas de los rezos. Las horas canónicas dividían el día en 24 horas, porque no había día ni noche: se rezaba a todas horas. Cada tres horas las campanas de los monasterios anunciaban las oraciones, e incluía horas nocturnas (maitines, a medianoche, y laudes, a las 3 de la madrugada, por ejemplo). A diferencia de hoy,
las horas variaban con las estaciones, no era un horario férreo e inamovible que se movía a su propio ritmo, sino que estaba acompasado con la estación del año, e incluso cada monasterio tenía el suyo propio y particular, por el que se guiaba la comunidad, y en ocasiones toda la aldea con los repiques. Así, la hora tercia era
la tercera hora tras la salida del sol, ocurriese ésto cuando ocurriese.