En los inicios de la tecnología digital la información se visualizaba en burdos y espartanos segmentos. Así era como se mostraba en los relojes con tecnología de LED, con el fin de ahorrar electricidad. Aquellos modelos de finales de los sesenta y principios de los setenta suponían la tecnología más puntera disponible, costaban como un smartwatch de hoy, y como éstos, también se apagaban automáticamente, por lo que para consultar la hora el usuario debía de pulsar un botón, algo similar a lo que ocurre con los actuales smartwatches (aunque en este caso también se pueden encender mediante gestos o agitaciones del brazo).
Aquella tecnología de LEDs con parcos segmentos convivió (como también ocurre ahora) con los digitales convencionales, los de cristal líquido que no requieren ni retroiluminación ni activación de píxeles para funcionar. Pronto esta última tecnología ganó por goleada, y acabó imponiéndose por razones de peso: el reloj podía mostrar la hora en todo momento sin consumir pila, y funcionar con un bajo voltaje, ofreciendo así una gran autonomía que, en algunos modelos, alcanzaba incluso varios años.