Los relojes no son más que eso: objetos. Dispositivos electrónicos (o mecánicos, antiguamente) más o menos sofisticados; una serie de manecillas que giran o de segmentos que se apagan y se encienden formando los dígitos. Pero al pasar los años acaban llenándose con tantas cosas nuestras, con tanto de nosotros, que acontece en ellos una curiosa metamorfosis. Y dejan de ser entonces un mero objeto.
No hablamos de quimeras cuando contamos cómo, antiguamente, el reloj pasaba de padres a hijos, era un bien preciado (y cuidado) en la familia, y un testigo directo de su devenir. ¡Cuántas veces habremos oído, o por lo menos leído, aquella pregunta de: "¿por qué llevas ese reloj?". Y la otra persona responde: "fue de mi abuelo..., fue de mi madre...".