Si peináis canas seguramente a muchos de vosotros, queridos lectores, os sonarán muy familiares algunas de las escenas que os voy a relatar a continuación.
A principios de los años setenta el pequeño televisor que había en mi casa (el único, ya sabéis, que antes no había uno por habitación como ahora, ni muchísimo menos) se estropeó. Mis padres fueron a comprar otro y recuerdo que ese simple hecho era casi como una fiesta. El televisor no lo traían al momento, primero había que ir a encargarlo en la pequeña tienda de electrodomésticos del pueblo. Luego, un técnico te lo traía a casa y te sintonizaba el canal (solo había dos canales, no debía ser muy complicado...) y te lo dejaba instalado. Casi nadie tenía televisión en color en España en aquella época -y aunque hubiese, tampoco podríamos permitirnos uno de esos aparatos-, así que nos tuvimos que conformar con un televisor Philips -mi padre era fiel a Philips- en blanco y negro. Pero daba igual: la tarde que iban a traerlo esperamos emocionados el momento de ver a la furgoneta del técnico llegar, y cuando apareció con aquel aparato "de altísima tecnología" todos en casa, e incluso los vecinos, nos quedamos asombrados mirando cómo lo instalaban, cómo sintonizaba los canales y aparecía la magia de la imagen en la pantalla. Era asombroso. Comprarse un televisor era todo un acontecimiento, y era tan importante que nadie pensaba que iba a salir mal, que se acabaría estropeando o que tendría problemas de "firmware": la calidad se le presuponía.