Para los madrugadores, el día comenzaba con el toque de misa de las almas, una hora antes de romper la mañana. Los menos diligentes se despertaban más tarde, al repique de las primeras campanadas de media mañana (...).
En casi todas las casas, haciendo buen tiempo, se desayunaba temprano, alrededor de las nueva y media o diez horas de la mañana.
A medio día, el recreo de los escolares, o el comer o descanso de los operarios, eran alegremente decretados por los repiques de todas las iglesias. Por las dos de la tarde, los últimos conventos de monjas, en Santa Clara, en Santa Teresa, en Santa Ana y en las Ursulinas, el sonido de las Vísperas era también un aviso sonoro del fin de la hora de comer para la mayoría de los habitantes. En ese tiempo, comer después de las tres horas de la tarde era un "francesismo", una extravagancia de los sibaritas, muy sospechosa que, habiendo viajado, regresaban corrompiendo, a su regreso, las tradiciones.