A las agujas de los relojes analógicos a veces se las denomina como "espadas", y de hecho muchas de ellas suelen tener esa forma de espada, cuchillo o puñal, una palabra muy gráfica que nos evoca su labor: apuñalar el tiempo,
herirlo hasta matarlo y, en nuestro caso concreto, ir cortando el tiempo poco a poco, minuto a minuto, movimiento a movimiento, de nuestras vidas. Cada vez que miramos el reloj sus cortantes cuchillas nos arrancan y se llevan un trocito de nuestra vida, o más concretamente un trocito del tiempo de vida que nos resta sobre este perecedero mundo en esta, también perecedera, existencia.
Imperceptible pero salvaje e imparable, su movimiento nos anticipa un fin más o menos cercano, y en ese sentido casi podría decirse que
un reloj no es más que una máquina de matar. Aunque en realidad a veces sea el único testigo que es capaz de atestiguarnos el escondido e intratable paso de la vida escapándosenos, del precipicio que supone la última frontera acercándose.