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11.09.2012

La máquina del tiempo


Cuando se empiezan a utilizar los primeros relojes mecánicos de manera masiva, en torno al siglo XIV, se generaliza una nueva concepción del tiempo, hasta entonces sólo reservada a un número muy reducido de personas. Se comienza a dar sentido al tiempo como una magnitud con existencia propia. Éste punto de vista abstracto que ahora nos parece tan cotidiano, había permanecido totalmente en tinieblas para los antiguos. Oculto, la interpretación del tiempo era medida por las estaciones del año, las cosechas, e incluso por la edad de los dioses en los que creían los antiguos, de unos 300 billones de años.

Pero con la llegada de los relojes mecánicos la revolución fue tal que daría paso a la revolución científica que experimentó el mundo en el siglo XVI. Tal era la importancia que se decía que el hombre era el único animal que puede medir su tiempo. El único ser que usa relojes. Y es que fue el reloj, precisamente, el que le permitió al ser humano disociar el tiempo que era clasificado por los ciclos y las estaciones, al tiempo abstracto como unidad de medición. En realidad, como corriente universal en la que todos estamos, querámoslo o no, y seamos más conscientes de ello o no, inmersos.




En 1934, Lewis Mumford, en su tratado "Técnica y civilización", escribiría:

"La metáfora favorita de Newton para el sistema planetario es que se trataba de un inmenso mecanismo de relojería. La naturaleza del mundo sublunar empezó entonces a ser contemplada en términos de mecanismo de relojería. (...) El tiempo se convirtió en una obra humana: en los entornos urbanos, la iluminación artificial acabó con la necesidad de luz natural. (...) El tiempo mecánico impuso una nueva disciplina al género humano dentro, fuera de las fábricas y en toda su vida social: el mundo social adquirió las mismas dimensiones que el mundo físico newtoniano. Expresándolo con una imagen, el tiempo se transformó como por ensalmo en un reloj mecánico."

Esclavos del tiempo
A las sociedades capitalistas (las sociedades que en la actualidad gobiernan el mundo) les cuesta mucho ver el llamado "tiempo a largo plazo". Sin tiempo para la vida, sin tiempo para la naturaleza, el único objetivo es cómo producir más y más rápido. Juan Ramón Jiménez lo define en su libro "Límite del progreso", publicado en 1982, bajo estas lapidarias palabras:

"Y dominándolo todo y desaprovechándolo todo, sobre la acumulación y la especialidad, la prisa, la prisa que va dejando todo el espacio y el tiempo lleno de pedazos caídos y olvidados de corazón y frente, que nunca más se volverán a reunir."

Frente a esto, no hay tiempo para producir alimentos limpios y sanos, para mantener un planeta saludable, para desarrollar energías limpias. No hay tiempo para la vida. Vivimos totalmente ajenos a los ciclos naturales.

"¿Por qué forzamos las cosas y en la oscuridad del invierno aceptamos las mismas horas de trabajo que en los claros días del verano? ¿Por qué no nos adaptamos al curso natural del tiempo? ¿Qué consecuencias tendrá que con frecuencia cada vez mayor intentemos salirnos de los antiquísimos ritmos naturales? Parece como si quisiéramos anularlos y hacer que todos los días tengan la misma duración, una duración excesiva. El medio de nuestra elección es precisamente aquel que nos marcan todos los ritmos: la luz. Por medio de la luz artificial de nuestros días apagamos el ciclo de la luz natural, aunque lo paguemos en energía, en salud y en bienestar. Las horas de oscuridad total las reducimos a unas ocho. De todo ello resulta un día largo que incrementa nuestra actividad. No tenemos claro, sin embargo, si también incrementa la sensación de vitalidad o si más bien perjudica nuestra salud, pues este macroexperimento destinado a suprimir los ritmos de la naturaleza todavía es demasiado reciente: la ‘edad de la luz artificial’ apenas tiene la edad de una persona. ¿Sabemos si nuestro organismo resistirá a la larga estos ritmos reducidos? La rotación de la Tierra es nuestro indicador del tiempo, ¿no será un error prescindir de su ritmo?". (Josef H. Reichholf)


El día tiene 24 horas, pero en el horario habitual de una persona se encuentra dividido en doce: doce de luz, y doce de oscuridad. Doce para estar activos, y doce para descansar. Pero en el monstruo que hemos formado de esta sociedad en que vivimos ya ni eso se cumple, se adopta un horario en donde no existe tal división o, más propio aún, se ignora conscientemente su existencia.

Porque de lo contrario estamos colaborando a ser unas personas que sólo producen, pero que ni lo disfrutan, ni tienen un espacio para la meditación de lo que hacen o de por qué lo hacen, de su utilidad y fin. Esto hace que en la actualidad estemos saturados de información por todas partes, pero, ¿mayor conocimiento es mayor sabiduría? Antes de la llegada de Internet, nada menos que en 1984, Vartan Gregorian advertía:

"Toda la información disponible en el mundo se dobla cada cinco años. ¡Se dobla! Pero ocurre el siguiente fenómeno: a medida que la información crece hay un decrecimiento en el uso de esa información. En 1975, estudios realizados en Japón decían que sólo el 10% de la información que se produce es utilizada; el 90% se desperdicia. Actualmente se utiliza sólo el 1% o el 2%". (Vartan Gregorian, director de la Biblioteca Pública de Nueva York).

Y es que el tiempo no es sólo oro, es poder. Cuando empiezas a trabajar en una empresa lo primero que te dicen no es lo que vas a cobrar, ni cuáles serán tus cometidos principales, sino el horario a cumplir. Pero, además, es un poder democrático, si queremos, porque nos permite considerar el gobernar nuestro propio tiempo, el tiempo vital para nosotros, nuestros momentos.

Los primeros relojes del siglo XIII sólo tenían una única aguja: la de las horas. De hecho, su único fin era despertar a los monjes a una determinada hora por la mañana, y por eso poseían una pequeña campanilla y se les conocía como "despertadores monásticos". La de los minutos no llegaría hasta el siglo XVI, pero lo más llamativo es que la de los segundos no se incorporaría nada menos que hasta el siglo XVIII, justo con la aparición del capitalismo y del desarrollo industrial. A partir de ahí, el tiempo pasó a ser un mero objeto de compra-venta, algo que en la Edad Media se consideraba usura, y estaba prohibido argumentando que eso era un delito puesto que el tiempo sólo pertenecía a Dios


Dominados por las máquinas
"El reloj representa la maquinaria cardinal de la era de la maquinaria, tanto por su influencia sobre la tecnología como por su influencia en las costumbres humanas. Técnicamente, el reloj fue la primera máquina auténticamente automática que adquirió verdadera importancia en la vida de las personas. Antes de su invención, las máquinas habituales eran de tal naturaleza que su manejo dependía de alguna fuerza externa y de escasa fiabilidad, como la musculatura humana o animal, el agua o el viento. Es cierto que los griegos habían inventado ciertos mecanismos automáticos primitivos, pero sólo se los empleaba, como ocurría con la máquina de vapor de Herón, para procurar efectos "sobrenaturales" en los templos o para entretener a los tiranos de las ciudades orientales. Pero el reloj fue la primera máquina automática que consiguió importancia pública y una función social. La fabricación de relojes se convirtió en la industria a partir de la cual fueron aprendidos los rudimentos de la fabricación de máquinas y se obtuvo la habilidad técnica necesaria para la revolución industrial.

Socialmente el reloj tuvo una influencia más radical que la de cualquier otra máquina, en tanto era el medio por el cual se podía obtener mejor la regularización y organización de la vida necesaria para un sistema industrial de explotación. El reloj proporcionaba los medios para que el tiempo -una categoría tan elusiva que ningún filósofo ha podido hasta el momento determinar su naturaleza- pudiera ser medido concretamente en los términos tangibles del espacio representado como circunferencia por la esfera de un reloj. Se dejó de considerar el tiempo como duración, comenzándose a hablar y pensar permanentemente de "tramos" de tiempo, como si se estuviera hablando de retales de tela. Y el tiempo, ahora mensurable en símbolos matemáticos, pasó a ser visto como una mercancía que podía ser comprada y vendida del mismo modo que cualquier otra.

Los nuevos capitalistas, en particular, devinieron rabiosamente conscientes del tiempo. El tiempo, que en este caso quería decir el trabajo de los obreros, era visto por ellos casi como si constituyera la materia prima principal de la industria. "El tiempo es dinero" se convirtió en uno de los eslóganes cruciales de la ideología capitalista, y oficial cronometrador fue el más representativo de los empleos creados por la administración capitalista.

En las primeras fábricas los patronos llegaron a manipular sus relojes o a hacer sonar las sirenas en momentos distintos a los indicados a fin de defraudar a sus trabajadores esta valiosa y nueva mercancía. Más adelante semejantes prácticas se hicieron menos frecuentes, pero la influencia del reloj impuso una regularidad en las vidas de la mayoría que previamente sólo se había conocido dentro de los monasterios. Las personas pasaron a ser de hecho similares a relojes, actuando con una regularidad repetitiva carente de parecido con la vida rítmica de un ser natural. Pasaron a ser, como reza el dicho victoriano, "puntuales como relojes". Únicamente en los distritos rurales, donde las vidas naturales de animales y plantas y los elementos aún dominaban la vida podía librarse una parte mayoritaria de la población de sucumbir al mortífero tic-tac de la monotonía.

Tampoco puede decirse que, a largo plazo, la imposición financiera de regularidad conduzca a un mayor grado de eficacia. De hecho, la calidad de los productos es habitualmente muy inferior, debido a que el patrón, al considerar el tiempo una mercancía por la cual ha de pagar, obliga a sus operarios a mantener tal velocidad que necesariamente han de escatimar su trabajo. El criterio principal es preferir la cantidad a la calidad, y del trabajo en sí mismo desaparece todo disfrute. El trabajador no hace sino vigilar el reloj, preocupado únicamente por el momento en que pueda escaparse hacia el magro y monótono ocio de la sociedad industrial, en que se dedica a "matar el tiempo" atracándose de goces tan planificados y mecanizados como el cine, la radio y los periódicos en la medida que su salario y su cansancio se lo permitan. Únicamente si es capaz de aceptar los riesgos de vivir conforme a sus convicciones o su ingenio puede un hombre sin dinero salvarse de vivir como un esclavo del reloj.


El problema del reloj es, en general, similar al de la máquina. El tiempo mecánico es valioso como medio para coordinar las actividades en una sociedad altamente desarrollada, lo mismo que una máquina es valiosa como medio de reducir el trabajo innecesario al mínimo. Tanto el uno como la otra son valiosos por la contribución que realizan al buen curso de la sociedad, y sólo han de utilizarse en la medida en que sirvan a la humanidad para eliminar eficientemente entre todos el esfuerzo monótono y la confusión social. Pero no ha de permitirse que ninguno de los dos dominen la vida de las personas como ocurre hoy día.

Por ahora el movimiento del reloj establece el ritmo de las vidas humanas. El hombre se convierte en un criado del concepto de tiempo que él mismo ha creado, y en cuyo temor se le mantiene, como le sucedió a Frankenstein con su propio monstruo. En una sociedad cuerda y libre, semejante dominación de las funciones humanas por relojes y máquinas sería, como es obvio, impensable. La dominación del hombre por una creación del hombre resulta incluso más ridícula que la dominación del hombre por el hombre. El tiempo mecánico sería relegado a su verdadera función de instrumento para la referencia y coordinación, y la humanidad recobraría una visión equilibrada de la vida, que ya no estaría dominada por la adoración al reloj. Una plena libertad implica la liberación de la tiranía de abstracciones del mismo modo que rechaza las reglas humanas".

George Woodcock, marzo de 1944

| Redacción: Zona Casio

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