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5.11.2020

Relojes en la literatura (19)



Título: Días sin ti.

Autor: Elvira Sastre.

Fragmento:

Te echo tanto de menos que en mi reloj aún es ayer.

(...)

Por ese mismo motivo, porque la conocía tanto como la quería, no hice nada el día que me abandonó y derrumbó los aviones, y sacó los dedos de mi pecho, y escupió los besos que teníamos pendientes, y se cortó los brazos para salir de mi cuerpo, y clavó las agujas del reloj en mi espalda, y mató a nuestro futuro hijo, que se deshizo en las raíces de un árbol ya marchito.

5.09.2020

Relojes en la literatura (18)



Título: La ciudad.

Autor: Mario Levrero.

Fragmento:

Él movió la cabeza; no por obstinación, sino porque, según dijo, si se decidía a reparar la bicicleta era para sacarla de adelante, porque le estorbaba; y que ésta era la única oportunidad de venderla que tendría en mucho tiempo. Agregó que me haría un precio especial, por supuesto muy por debajo de lo que valía una nueva, y aun bastante por debajo del precio de una usada.

Le contesté que si dispusiera de mucho dinero, no tendría inconveniente en comprársela; pero que tenía el dinero muy justo y no quería quedarme sin nada. Entonces pedí disculpas por la molestia causada y me dispuse a retirarme; el viejo me llamó.

-Señor -dijo, sin elevar mucho la voz, y cuando estuve de vuelta junto al mostrador prosiguió, con tono de aparente inocencia-. Observé que su reloj, además de indicar la hora, tiene una agujita roja que señala la fecha. Yo siempre quise tener un reloj de ésos -bajó la vista con cierta turbación, como lo hubiera hecho un niño, al pedir algo fuera del alcance de sus padres-. Bueno, si usted quiere, podemos hacer un cambio.

En un primer momento la idea me chocó. Yo apreciaba mucho ese reloj. Hacía años que lo llevaba en la muñeca y, exceptuando el detalle mencionado de una costumbre suya, periódica, de adelantar hasta diez minutos, era realmente un reloj muy fiel. Y el hecho de canjear un reloj por una bicicleta me resultaba extraño. Pero, por otra parte, yo, en ese momento y en ese lugar, necesitaba mucho más una bicicleta que un reloj; y, además, por más cariño que le profesara, debía reconocer que era un reloj de poco precio -aunque no de los más ordinarios.

De todos modos su precio debía de ser mucho más bajo que el de una bicicleta. Me decidí de golpe.

-Está bien; pero me gustaría verla antes de cerrar trato.

-Venga dentro de una hora -me dijo-. Quedará totalmente satisfecho.

Me pareció que los ojos le brillaban de alegría. Insistí en algunos detalles -me interesaban fundamentalmente los frenos, las cubiertas y las cámaras- pero el viejo repitió que no debía preocuparme, y ya desapareció por la puerta, sin duda en dirección al taller, para poner de inmediato manos a la obra. Me fue imposible llenar la hora de alguna manera útil; la ansiedad, y la existencia de un plazo, me ponían los nervios de punta.

(...)

Tomó el reloj con manos temblorosas; enseguida lo colocó en su muñeca y quedó un buen rato observándolo. En ese momento me entró un arrepentimiento tardío, y empecé a extrañar la suave presión en la muñeca. Además, sentí una estúpida e imperiosa necesidad de saber la hora, pero no quise preguntarle.

Sorpresivamente sacó de uno de los bolsillos de su traje de mecánico un papel enrollado, que me entregó. Era, según dijo, un documento que había preparado, acreditando mi propiedad del vehículo. Sonreí, y le pregunté si quería un papel similar por el reloj, pero movió la cabeza en forma negativa.

-Un reloj es un reloj -explicó- y una bicicleta es una bicicleta.

5.03.2020

Relojes en la literatura (17)



Título: Razones para la alegría.

Autor: José Luis Martín Descalzo.

Fragmento:

Conozco personas cuya única ideología es elegir, entre las varias opiniones que circulan, la más puntera y avanzada. Gentes que se morirían ante la sola posibilidad de que alguien les tildara de "anticuados" o, lo que es peor, de "retrógrados". Hay quienes estarían dispuestos a dar su vida por sus ideas o por su fe, pero se pondrían coloradísimos primero y terminarían por fin traicionándola si en lugar de conducirles a la tortura les sometieran al único tormento de ser acusados de "beatos" o de conservadores. Son personas para las que no cuenta el substrato de su pensamiento, sino exclusivamente el último libro, periódico o revista que han leído. Son los tragadores de tiempo, los que creen que la verdad se rige por los relojes y opinan que forzosamente lo de hoy tiene que ser más verdadero que lo de ayer.

No parecen darse cuenta de que "el verdadero modernismo -como decía Tagore- no es la esclavitud del gusto, sino la libertad del espíritu". Tampoco se dan cuenta de que adorar a lo que hoy está de moda es dar culto a lo que mañana será anticuadísimo, porque no hay nada tan fugitivo como el fuego de artificio de la novedad.

Un hombre verdaderamente libre es aquel, me parece, que piensa y dice lo que cree pensar y decir, y jamás se pregunta si con ello está o no al último viento. Y será doblemente libre si no se encadena a grupos, a bloques de pensamiento.

5.01.2020

Relojes en la literatura (16)



Título: Lentejuelas.

Autor: Gary Jennings.

Fragmento:


De repente, cuando los sirvientes llevaron bandejas de hortelanos asados con mantequilla y alcaparras, y todo el mundo admiraba en silencio el plato, Autumn levantó la cabeza, la ladeó como escuchando algo distante y dijo, extrañada:

- Un reloj acaba de pararse en alguna parte.

Todos la miraron, incluidos los sirvientes, algunos sin comprender, otros con sorpresa, pero la mirada de Magpie Maggie Hag era fija e inquisitiva. El mayordomo del comedor sonrió a Autumn y observó:

- Signorina, todavía hace tictac -y señaló el valioso reloj de bronce dorado que estaba sobre la repisa de la chimenea y cuyo péndulo oscilaba con normalidad.

- No -dijo Autumn-, no aquí. En otro lugar.

- Signorina -insistió, paciente, el hombre-. Debe de haber doscientos, o tal vez trescientos relojes en este palacio.

- No obstante -dijo Autumn-, uno de ellos se ha parado. Lo sé. Sólo de oírlo parar he sentido una punzada en el oído.

4.26.2020

Relojes en la literatura (15)



Título: La ciudad, poco después.

Autor: Pat Murphy.

Fragmento:


Estaba saliendo el sol cuando la señora Migsdale salió de su casa de la calle Kirkham y se dirigió a la Playa del Océano. Llevaba zapatos sólidos de excursionista, calcetines de lana, una falda de tweed, una blusa de hombre y un abrigo que podría protegerla de la más furiosa de las tormentas. La señora Migsdale era partidaria de la ropa duradera.

Su delicado reloj de pulsera parecía fuera de lugar: era un objeto primoroso de oro, con un círculo de diamantes que refulgían alrededor de la esfera minúscula. El reloj lo habían perdido en su huida unos saqueadores, y la señora Migsdale lo había encontrado en la cuneta. Ella misma no quería tocar las baratijas rutilantes que se cubrían de polvo en los escaparates de las otras tiendas, pero recogió del arroyo aquel reloj, y se justificó a sí misma diciéndose que no lo había robado, lo había encontrado. El que encuentra algo, es para él.

4.20.2020

Relojes en la literatura (14)



Título: Sobre un pálido caballo.

Autor: Piers Anthony.

Fragmento:


Vio algo que emitía luz de forma intermitente. Era un reloj compacto en la muñeca de la Muerte muerta que difícilmente podía tener relación con el cadáver de Zane, quien había estado demasiado arruinado para rescatar su reloj de la casa de empeño. Seguramente formaba parte del equipo. Se inclinó, con cierta repugnancia, para quitárselo; después lo puso en su muñeca. Era pesado, unos cien gramos, pero se acopló con facilidad, como si le perteneciera, y la luz intermitente cesó. Era evidente que el reloj había llamado su atención para no pasar inadvertido; aquello concordaba con el oficio. Por supuesto era de un negro de luto; un instrumento con cuerda automática que parecía deslustrado, pero caro.

-¿Por qué utilizaría la Muerte un reloj mecánico, aunque fuera de buena calidad, en lugar de un sofisticado electrónico, o un reloj de sol mágico en miniatura? -Zane no podía contestar en aquel momento-. Tal vez el último que había ocupado el cargo de la Muerte fuera un conservador empedernido. Podría haber vivido siglos, antes de descuidarse y prescindir de las precauciones básicas.

(...)

El reloj empezó a destellar, llamando su atención. Era mecánico, pero había algo mágico en él. Las luminosas manecillas indicaban las ocho y cinco de la tarde, la hora correcta. Pero el secundario concéntrico rojo se estaba moviendo. No lo había hecho antes; los segundos se marcaban en una pequeña esfera insertada a la izquierda, en la parte opuesta a la ventanilla del calendario, que estaba a la derecha. Su pequeña manecilla continuaba moviéndose, y así supo que la función no había sido asumida por el secundario. ¿Qué estaba haciendo la manecilla roja? Mientras observaba, el secundario sobrepasó la señal del mediodía... y la manecilla de la pequeña esfera minutero situada debajo retrocedió desde nueve hasta ocho. El cronómetro estaba funcionando y ahora observó que corría hacia atrás. La manilla del secundario se movía en sentido contrario a las manecillas del reloj. ¿Qué clase de cronómetro era éste? Un cronómetro cuenta atrás, dedujo. El reloj le estaba diciendo que tenía menos de ocho minutos para hacer algo, o ir a alguna parte. Pero ¿qué, o dónde? Un escalofrío bajó por su espalda. Él era la Muerte, o un pobre facsímil de ella. ¡Tenía que ir y recoger su primer alma! Se rebeló. ¡No había buscado aquel empleo! Sólo las más extrañas coincidencias le habían llevado a esta increíble situación.

4.19.2020

Relojes en la literatura (13)



Título: La perla rusa.

Autor: Phavy Prieto.

Fragmento:


-Esto es para ti -le advertí dejando aquel paquetito envuelto con un lazo sobre sus piernas y lo miró detenidamente para después mirarme a mí. En ese momento le quité la tarta que aún la sostenía en una mano y me senté a su lado-. Espero que te guste -añadí con cierta sonrisa poco convincente.

-¿Por qué me has comprado algo? -exclamó cogiendo aquel paquete -. No necesito nada, que hayas venido y te molestases en preparar todo esto ya era demasiado…

-Bueno…, yo quería que tuvieras algo que tuviera un significado para ti -me adelanté a decir, y en cuanto abrió el paquetito pudo vislumbrar un reloj.

-Es muy bonito -mencionó sacándolo de la caja.

Era un reloj de la marca Rolex, aunque realmente lo importante no era la estética, que por cierto era elegante y moderno.

-¿Te gusta? -pregunté.

-Sí -afirmó quitándose el que tenía puesto, y supuse que sería para probárselo.

-Tiene una inscripción -dije antes de que se lo colocara en la muñeca, y giró para leerlo.

Para mi asombrosa suerte, había tienda en el hotel que me alojaba y pude no solo comprar el reloj, sino que además le hicieran aquella inscripción grabada en su reverso.

"Solo tuya, Irina", esperaba que lo entendiera, porque había mencionado tantas veces que solo fuera suya, que podía incluso entender que necesitaba que lo dijera para creer que así no me marcharía con otro, que no le compartiría y que no le abandonaría como hicieron su madre y su abuela.

En el momento que alzó la vista tras leer aquel mensaje, sus profundos ojos azules brillaron y no supe si fueron de emoción, deseo o simplemente una mezcla de ambos.

-Solo tuya, siempre -aclaré y vi como él, sin dejar de mirarme, se abrochaba aquel reloj.

-Cada vez que mire la hora lo tendré presente -aseguró inclinándose para rozar mis labios-, sabré que eres mía -afirmó contundentemente.

Era suya, no como una propiedad o como un objeto, sino porque mi alma y mi corazón eran suyos sin lugar a duda.


4.15.2020

Relojes en la literatura (11)



Título: La ciudad, poco después.

Autor: Pat Murphy.

Fragmento:



- ¿Por qué te llaman La Máquina? - preguntó un rato después.

- Porque soy una máquina.

- A mí me pareces una persona normal.

- Pues no lo soy.

- ¿Una máquina como un reloj o algo así?

- Más delicada que un reloj. Me construyeron antes de la epidemia. La gente tenía mucho mayor dominio de la maquinaria complicada en aquel tiempo. Pero por eso sobreviví a la epidemia. Porque no soy humano.

4.14.2020

La casa en el confín de la Tierra

por W. Hope Hodgson



Mientras comía, recorrí la habitación con la mirada fija, abarcando sus diversos detalles y buscando aún, como inconscientemente, algo tangible a que cogerme, entre los invisibles misterios que me rodeaban. "Seguramente -pensé-, debe de haber algo...". Y en ese mismo instante, mi mirada se detuvo en la esfera del reloj, al otro extremo. Dejé de comer inmediatamente, y me quedé estupefacto. Pues, aunque su tictac indicaba, muy ciertamente, que seguía marchando, sus manecillas señalaban un poco antes de las doce de la noche; pero como yo sabía muy bien, era mucho después, cuando presencié el primero de los extraños incidentes que acabo de describir.

Durante un rato, permanecí confundido y perplejo. Si hubiese marcado la misma hora que cuando había consultado el reloj por última vez, habría concluido que las manecillas se habían detenido, mientras su mecanismo interno seguía marchando normalmente; pero eso de ninguna manera explicaría que las manecillas hubiesen retrocedido. Entonces, mientras mi fatigado cerebro daba vueltas a este enigma, se me ocurrió de pronto que quizá faltaba poco para la madrugada del veintidós, y que yo había estado inconsciente al mundo visible durante la mayor parte de las últimas veinticuatro horas. El pensamiento acaparó mi atención durante un minuto entero; luego empecé a comer otra vez. Aún tenía mucha hambre.


4.12.2020

El hombre en el castillo

por Philip K. Dick



El señor Tagomi dijo:

-Señor, tengo un regalo para usted.

-¿Perdón? -dijo Baynes.

-Para inclinarlo a usted a una actitud favorable.

El señor Tagomi buscó en el bolsillo del abrigo y sacó una cajita. Seleccionado entre los objetos de arte norteamericanos más selectos.

Extendió la mano con la caja.

-Bueno -dijo Baynes-. Gracias.

Aceptó la caja...

-Un grupo de oficiales se pasó la tarde examinando las alternativas -dijo el señor Tagomi-. Esta es una muestra realmente auténtica de la moribunda cultura norteamericana, un artefacto fino y raro que tiene el sabor de los viejos tiempos.

El señor Baynes abrió la caja. Sobre un trocito de terciopelo negro había un reloj de pulsera de juguete, con la imagen de Mickey Mouse pintada en la esfera.

¿El señor Tagomi estaba haciéndole una broma? Baynes alzó los ojos y vio la cara tensa y preocupada del señor Tagomi. No, no era una broma.

-Muchas gracias -dijo Baynes-. Esto es realmente increíble.

-No hay hoy en todo el mundo sino unos diez relojes Mickey Mouse auténticos, de 1938 -dijo el señor Tagomi, estudiando atentamente las reacciones del señor Baynes-. Entre los coleccionistas que conozco ninguno tiene esta pieza.

Entraron en la terminal del helicóptero y subieron juntos la rampa.



4.11.2020

La fantástica luz

por Alfred Bester



- Cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y cinco, CUATRO.

- Jeff, deja ese reloj.

- Diez, quince, veinte, veinticinco…

- ¿Qué infiernos pretendes contando los minutos?

- Bueno - dijo razonablemente - . A veces cierran la puerta y se marchan. Otras veces cierran y se quedan a espiar. Pero nunca espían más de tres minutos, así que estoy esperando cinco, para estar totalmente seguro. CINCO.

4.10.2020

En la arena estelar

por Isaac Asimov



Se dirigió a su escritorio, donde guardaba su reloj de pulsera mientras dormía. Su mano tembló un poco cuando lo sostuvo a la luz de la linterna. La correa del reloj era de plástico flexible entretejido, y de una suavidad blanca casi líquida. Lo observó cuidadosamente desde ángulos diferentes; no había duda de que estaba blanco.

Aquella correa había sido otra de sus primeras compras. Una radiación enérgica la convertía en azul, y el azul en la Tierra era el color de la muerte. Si uno se perdía o se descuidaba, era fácil extraviarse durante el día sobre un trozo de suelo radiactivo. El gobierno cercaba tantas manchas radiactivas como podía, y, como es natural, nadie se acercaba nunca a las grandes superficies mortíferas que comenzaban algunos kilómetros fuera de la ciudad. Pero la correa era un seguro. Si en alguna ocasión se tornaba ligeramente azul, había que presentarse en el hospital para recibir tratamiento. No cabían discusiones. El compuesto de que estaba fabricada era precisamente tan sensible a la radiación como el propio cuerpo, y podían utilizarse aparatos fotoeléctricos adecuados para medir la intensidad de la coloración azulada, con lo cual se podía determinar rápidamente la gravedad del caso.

Un azul oscuro brillante era el fin. Así como el color no desaparecería nunca, tampoco la persona contaminada podría descontaminarse. No había cura, escape ni esperanza.

Sólo quedaba esperar en algún sitio de un día a una semana, y lo único que podía hacer el hospital era tomar las disposiciones finales para la cremación.

Pero, por lo menos, la correa estaba todavía blanca, y el tumulto de los pensamientos de Biron se calmó un poco.

(...)

Miró su reloj de pulsera, desvió a medias la mirada y luego, muy lentamente, volvió a contemplarlo. Lo miró fijamente durante un largo minuto. Era el reloj de pulsera que había dejado en su dormitorio aquella noche; había resistido la radiación asesina de la bomba, y lo había recogido a la mañana siguiente con el resto de sus cosas. ¿Cuántas veces lo había contemplado, anotando mentalmente la hora, sin darse cuenta de la otra información que le proporcionaba a voz en grito?

4.09.2020

Cronopaisaje

por Gregory Benford


El reloj de cuerda sobre uno de los estantes hizo clic, seguido por un traqueteo cuando sus ruedas dentadas se movieron. Se volvió y descubrió a Ian en el umbral. Entró en la cocina. El reloj sonaba como un engranaje mal ajustado.

-Oh, lo encontré en el garaje, mientras ordenaba un poco las cosas -dijo ella-. Con tantos cortes de corriente, un viejo reloj de cuerda es siempre mejor que... -Tic-. De todos modos hace un ruido extraño, ¿no?

-Quizá si lo engrasara un poco...

-Oh, ya lo hice. Es algo que necesita reparación, seguro. De todos modos, va bastante exacto.

El se inclinó sobre la encimera y la observó volver a guardar las cerillas. Ella tuvo la impresión de que las estanterías de pino parecían gravitar sobre ellos a las sombras arrojadas por las velas. Las cosas de la estancia oscilaban y ondulaban, excepto las rectas estanterías. Tic.

-Es interesante -murmuró Ian- como seguimos deseando saber la hora que es, en medio de todo lo que está pasando.

-Sí.

-Como si tuviéramos citas importantes a las que acudir.

-Sí.

Se estableció un silencio entre ellos, un abismo. Marjorie buscó algo que decir. Tic. Los estantes parecían ahora más sustanciales que las paredes, con el reloj anidado en medio de ellos, rodeado por las conservas.

4.07.2020

El exterior

por Brian W. Aldiss


Echó una mirada rápida sobre cuanto lo rodeaba: el reloj de pulsera, las notas, la mujer, la puerta.

- Por supuesto -dijo-, si descubrimos algo. Tenemos muchas esperanzas.

Se arregló el nudo de la corbata y volvió a mirar el reloj.

- Su esposo ya ha salido, señora Westermark -dijo, con más suavidad, acompañándola hasta la puerta-. Usted ha sido muy valiente; en verdad, pienso (todos pensamos así) que debe seguir así. Con el tiempo será más fácil; como dice Shakespeare en Hamlet: "La costumbre puede alterar el molde de la naturaleza". Le sugiero que haga como Stackpole y yo: anote todo en un cuadernito y mantenga un registro exacto del tiempo.

(...)

Según su reloj, que indicaba la hora terráquea, eran las once horas, dieciocho minutos y doce segundos. Pensó nuevamente en la posibilidad de comprar otro reloj, para ponérselo en la muñeca derecha, ajustado a la hora marciana. No; puesto que regía su vida por la hora marciana, seria mejor llevarla en la muñeca izquierda, para consultarla más cómodamente. La utilizaba hasta cuando debía comunicarse con la raza humana, tan atada a la Tierra.

6.21.2019

El fraile del reloj




Mes de julio, el verano estaba en su máximo apogeo. El calor del estío había hecho olvidar las lluvias de primavera. Las nieves de los más fríos meses invernales quedaban muy atrás, como si fueran recuerdos de otra vida. El calor hacía que molestase hasta la mínima prenda sobre la piel, pero volvía a contemplar el paisaje brillante, a las verdes praderas luminosas, y el hatillo pesaba menos cuando se camina alegre. Fray Bernard o, como también se le conocía, "el monje de los relojes", se dirigía por una vereda escarpada hacia el monasterio benedictino de Vega de Sanabria. Podía escuchar, abajo en la aldea, el sonido de los herrajes de los caballos, de las carretas y carruajes cargando heno y los productos de las huertas que, junto al río, los campesinos habían logrado cosechar.

Cuando llamó al pesado y enorme portón, el monje jardinero le recibió. Aún recordaba una de sus últimas conversaciones con él, fray Mario: "el jardín son los muros" - Le decía -. "La belleza está en ellos, puesto que ellos son los que nos protegen y nos mantienen a salvo del mundo. Todo el jardín va destinado a resaltar su belleza, y se trabaja en el jardín para que se admiren los muros". Y los muros del monasterio de Sanabria no eran, precisamente, algo circunstancial. En sus planos y construcción los monjes se empleaban con tesón y con especial dedicación, y por eso eran muy gruesos, enormemente gruesos, de más de medio metro de piedra mezclada a conciencia con argamasa. Unos muros inexpugnables para mantener la fe y preservar la tranquilidad a salvo de la contaminación y los vaivenes -siempre interesados- de codicia y vanidad de los mortales. Un recinto donde preservar la paz para poder centrarse en Dios que era, al fin y al cabo, lo verdaderamente importante.

4.02.2017

Pasiones escabrosas en una famila G-Shock


Parecía una tarde cualquiera para la familia G-Shock G-Lide, que hasta hace un par de años era Timex Expedition. Pero ahora la componía la señora GLX5600 y G8900A-7. Pero ella no había olvidado a Timex Expedition T2N721. Tal vez la explicación de esto sea el no haber procesado bien el dolor de que Timex T2N721, antes de desaparecer para no volver, al menos hubiera esgrimido la piadosa mentira de que salía a buscar pilas.

GLX5600 no olvidaba tampoco que Timex T2N721 los últimos tiempos parecía tener problemas psicológicos e incluso alucinaciones. Decía haber escuchado a dios decirle que él no servía para nada, que era incómodo, tenía las agujas muy finas y la del compás se confundía con las de la hora, que pesaba demasiado y en definitiva era una mierda y lo iba a vender para sacárselo de encima.

5.27.2013

¿Por qué hacen "tic-tac" los relojes?


En el año 1984 el autor chileno Saúl Schkolnik fue co-autor del libro "¿Por qué el mar es salado?", bajo la editorial Orión, dentro de su colección "Tobogán". Se trata de un ameno, bello y lindo libro que reúne cuentos infantiles de todo tipo y de diversos autores, entre ellos el autor chileno que acabamos de mencionar.

En la actualidad ese libro es bastante difícil de encontrar, y lleva bastante tiempo descatalogado. Pero sería una auténtica lástima que sus bonitos cuentos cayeran en el olvido, sobre todo uno que cuenta la historia de por qué emiten sonido los relojes, y que lleva por título: "¿Por qué los relojes hacen tic-tac?".

12.29.2012

Nunca juzgues demasiado pronto a un reloj Casio


—En la causa judicial dice que viajaste a Mar del Plata a empeñar los relojes que habia robado.
—Algo de eso hay. Yo sé mucho de relojes —se jacta Robledo.

Lo supe una semana después, cuando me llamó desde la cárcel para pedirme un favor: que le comprara un reloj trucho en La Salada, la popular feria que queda en Lomas de Zamora, al costado del Riachuelo. Le prometí que en mi próxima visita se lo llevaría. Él quedó en darme la plata. No fui a la feria. Preferí comprarle un reloj original y legal. Por eso le llevé un Casio digital.

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