Decía en un post anterior que a uno lo que menos le apetece en estos momentos es hablar de relojes. No es que no le sigan gustando, claro que sí, y también los usa, pero es algo paradójico que, cuando creías que el reloj iba a ser ese instrumento imprescindible e insustituible, acabe siendo casi todo lo contrario. Cuando sales a la calle te recomiendan estar sin él, porque es un riesgo añadido y un trabajo extra a la hora de desinfectar. En estos últimos días estamos viendo que la estrella en las ruedas de prensa que los gobiernos ofrecen insistentemente es el Apple Watch: una gran mayoría de políticos llevan uno. Quién iba a pensar que en lugar de robustos G-Shock, de duraderos y avanzadísimos Pro Trek, el protagonismo en las muñecas se lo iba a llevar el "mini-teléfono" de Apple.
Las autoridades sanitarias nos aconsejan que, si salimos, lo hagamos sin reloj (y sin anillos, pulseras y joyas similares). En su lugar, nuestro elemento cotidiano serán ahora guantes y mascarilla. Quizá era que todos nuestros relojes no venían de una hecatombe nuclear, como nos hicieron creer con su publicidad, sino de un mundo "color de rosa" y "chuli-mega-guay" que ha dejado de existir. Cuando lo que importa no son las transparencias de tu reloj, sino simple y llanamente "salvarte el culo", que tenga brillos aquí o allá importa bien poco.