Cuando llegué a mi ciudad actual una de las cosas que más me impresionaron fue la cantidad de pasadizos que existían. Era habitual en los años cincuenta, sesenta y setenta construir bloques de edificios en los extrarradios para albergar a la población que llegaba a las crecientes ciudades, y unir todos esos bloques mediante, a veces, enrevesados pasos internos. Por desgracia esto ha caído en desuso, y ahora mismo la mayoría de este tipo de pasos que aún quedan se han convertido en "zonas privadas", con portones cerrados y zonas valladas. Pero antes no era así.
Cuando llegué uno de mis amigos, que había vivido toda su vida en un centro de acogida para niños desamparados de la genial obra solidaria del Padre Ángel, me acompañó de un lado a otro de la ciudad. Con él tardé un tercio en recorrer el mismo trayecto que yo hacía por las calles y avenidas, yendo simplemente de pasadizo en pasadizo. Yo iba con mi casio F-91 y recuerdo con bastante nostalgia cómo nos metíamos por pasadizos totalmente desconocidos para mí, con vecindarios donde sus habitantes hacían una activa vida social tras los soportales, con zonas enteras de patios con la ropa tendida y gente yendo y viniendo bajo el manto ocre, rojizo y gris de los tejados, entre los cuales, como en un cuadro de pinceladas en acuarela, de vez en cuando aparecían trocitos de cielo. Nadie te decía nada, ni te impedía el paso o te preguntaba qué hacías allí, aunque fueras ajeno a la vecindad. Hoy en día eso sería imposible: los porteros, las cámaras de video-vigilancia y, por supuesto, los enormes portones de hierro forjado han sustituido a la cordialidad y animosidad de antaño en los pocos pasadizos que quedan.