Años noventa. Los smartwatches aún quedaban muy lejos. Nadie sabía (ni le interesaba un rábano tampoco a nadie) qué era eso de Bluetooth, emparejamiento e historias, ni para qué servía. El reloj tenía que arreglárselas él solito para obtener los datos y ofrecerte la información, y qué remedio, porque uno no podía recurrir a ninguna otra cosa. De hecho, muchos no llevaban ni siquiera encima un teléfono móvil, no solo por lo caros que eran, sino porque estaba mal visto y te venía la risa floja al ver a alguien con uno de aquellos enormes ladrillos pegado a la oreja, ¿os acordáis? Sí. Eran tiempos de Nokia 5110 y Alcatel "zapatófono". Y bueno, hoy no hemos avanzado demasiado, que algunos van por ahí con su smartphone que apenas les cabe en el bolsillo del pantalón, y parece que lleven en el trasero un trozo de tablón contrachapado.
Así las cosas, el reloj era un instrumento diríamos que vital en aquel entorno cambiante, no solo como medio de información, sino también de entretenimiento, donde todos esperaban un futuro prometedor sin darnos cuenta apenas de que como aquellos futuristas G-Shock pocos les iban a igualar de los que vendrían a continuación, ¿verdad?