En la mayoría de películas futuristas vemos muchos dispositivos de información y comunicación portátiles en forma de reloj (Space Sweepers, Clockstoppers...). En pocas vemos a los protagonistas portando para aquí y para allá todo el día un molesto trasto como nuestros smartphones que, además, se daña con nada, no se puede mojar, y hay que tener mil ojos para ver dónde toqueteas sin querer. Es absurdo y hasta ridículo, si nos detenemos a pensarlo.
Por contra, históricamente los relojes siempre tendieron a dos cosas: aglutinar la tecnología más avanzada del momento, y a la miniaturización. Comenzaron siendo relojes de campanario para ir reduciendo su tamaño a relojes de salón, de pared, y finalmente consiguiendo el hito de convertirse en un reloj de bolsillo. Lo que siglos atrás ocupaba varios metros cuadrados, se convirtió en un objeto de unos pocos centímetros, que uno podía por fin, además, transportar consigo. Ya no se necesitaba buscar una ubicación despejada y alzar la vista al campanario o a la torre del reloj, bastaba con sacar del bolsillo el dispositivo mecánico.