Ayer regresaba en compañía de un aficionado a la astronomía, y mientras caminábamos me pidió que me fijara en un puntito, apenas imperceptible, del cielo. Si uno se detenía a contemplarlo y las capas altas de la atmósfera lo permitían, podía discernir claramente y a simple vista cómo aquel puntito de luz desprendía un alucinante baile de luces de colores, una danza estelar de azules, rojos y verdes. Yo creía que era una aberración debido a la atmósfera, pero en realidad, según me contaba este señor, se trata de un objeto en un sistema solar muy distante, en concreto son dos estrellas que se encuentran tan cerca que una está siendo absorbida por la otra y así es que emite, en su inimaginable caos sideral, ondas en todas las frecuencias, en el infrarrojo, el ultravioleta, y en rayos gamma. Lo que yo estaba presenciando era el espectro de esa luz visible, viajando desde distancias auténticamente vertiginosas, atravesando el cielo, y cayendo literalmente sobre nuestras cabezas.
Para ese espectáculo tan asombroso no es necesario conectarse a Youtube, ni pagar cuota en Netflix, ni tener un teléfono móvil de última generación. Lo tenemos cada noche gratuitamente, real y palpable sobre nuestras cabezas, y lo ignoramos. Preferimos la tediosa y anodina vida que nos arrastra en su vorágine de publicidad y consumismo, y no apreciamos los espectáculos muchísimo más maravillosos que acontecen a nuestro alrededor y que son muchísimo más asombrosos y enriquecedores.
Quizá sea debido a que no tenemos que pagar cuota por ellos, ni tenemos que esforzarnos por adquirir un bono o una suscripción.