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2.22.2014

Para entender los relojes calculadora hay que entender esto


Una de las épocas más entrañables de mi vida fue cuando trabajaba en una empresa de paisajismo. Muchas de las veces lo que nosotros hacíamos eran derribos, y aunque el trabajo era duro tengo que confesar que me lo pasaba "pipa" con aquéllas irrompibles desbrozadoras profesionales, con discos de metal de amenazadores (¡y cortantes!) dientes de sierra, el motor rugiendo al final de la transmisión por cardán y mi fiel F-91W lleno de polvo, rastrojos, barro y sudor en mi muñeca. En una ocasión tuvimos que ir a realizar nuestra labor a un colegio de pueblo. La intención era rehabilitarlo y adecentarlo para destinarlo a otros usos, así que nuestra labor era tirar abajo todas sus paredes dejando únicamente en pie la fachada principal y las columnas de su soporte.

El edificio se había construido en la época franquista, y era una de estas escuelas -que apenas existen ya- de pueblo que prestaba servicio a chiquillos cuando los pueblos, incluso los más pequeños, aún tenían una población infantil destacable. El mencionado colegio llevaba muchos, muchísimos años cerrado, y la vegetación exterior había superado casi la altura de su primera planta. Para llegar a la puerta principal tuvimos que ir abriéndonos paso como si fuera la selva negra. Teníamos la llave (uno de estos enormes llavones de metal que tenían las cerraduras en muchas casas antiguas) que aún guardaban en el ayuntamiento, pero el paso de los años había dejado la cerradura inservible. Nuestro capataz empujó y empujó para abrirla, al más puro estilo policía peliculero, pero la puerta agarrotada no acababa de ceder. Así que decidimos explayarnos y propinarle patadas (con nuestras botas de seguridad puestas, por supuesto) ante lo cual una de las hojas de la puerta al fin cedió. Acabamos abriéndola empujando entre todos.



Dentro la oscuridad era absoluta, ya que era la planta baja y aún teníamos dos por encima de nosotros. Polvorientos suelos de madera, una espeluznante escalera con arcos del pasamanos en hierro forjado... Las construcciones de esa época son sólidas, están realizadas, sobre todo esos edificios oficiales, en piedra, pero a pesar de ello todo el que trabaje en derribos conoce el peligro de algo así. El techo puede derrumbarse en cualquier momento, el suelo nunca es seguro, y los materiales caídos y arrastrados por la lluvia y el viento pueden esconder trampas mortales. Normalmente lo más seguro sería meter una retroexcavadora y tirar el edificio desde el exterior, pero si queríamos conservar la fachada y elementos internos no podíamos hacer algo así. De modo que inspeccionamos las escaleras, los suelos y los tejados, y comenzamos a abrir ventanas. Yo cogí mis "bártulos" (desbrozadora, bidón de gasolina con mezcla y algunas herramientas de mano) y me encaminé con un par de compañeros a la parte de atrás.

Abrimos otra enorme puerta de doble ala y... ¡alucinante! La visión fue increíble. En los tiempos en los que fue construido aquél colegio casi todos los de pueblo se hacían con el mismo patrón: un pequeño hall delantero, y una gran puerta trasera que acababa en doble escalera lateral con el fin de que los niños no salieran corriendo (y poder dividirlos y organizarlos mejor) que daba acceso al patio de recreo. Ese era el lugar en el que nos encontrábamos: el patio donde durante generaciones habían jugado los niños, y las escaleras desde donde el descansillo superior, probablemente, los profesores los vigilaban. Pero lo que un día había sido un patio ahora estaba totalmente devorado por la naturaleza. Palmeras, enormes árboles, y una frondosa vegetación lo inundaba todo. Como alrededor era bosque, y el muro del patio aún se mantenía en pie, hasta donde alcanzaba la vista todo era verde y frondoso. Y el patio parecía una isla en medio de todo con árboles frutales alrededor.


A la mañana siguiente el día amaneció con un frío invernal. Recuerdo que cogimos la furgoneta no mucho después de amanecer, y emprendimos el camino desde nuestro almacén hasta el pueblo donde estaba la escuela. Íbamos en silencio. Algunos incluso dormitaban. Aún así cuando llegamos ya había gente en el interior de la escuela: el equipo de cantería se nos había adelantado. Ellos se encargarían de la parte "estética" de la reforma, intentando mantener en la vieja escuela ese aire de magisterial abolengo. Entramos y me quedé sorprendido con lo que vi: mientras yo había estado despejando los alrededores de la escuela el día anterior, los demás habían reunido en una sala todo el antiquísimo material que aún conservaba la vieja escuela. Había de todo: cartillas de evaluación, libros de texto de los años sesenta, muchos cuadernos de los setenta... Como el frío era atroz, habían encendido un fuego y lo alimentaban con el material escolar. La vida (y buena parte de la niñez) de los cientos de alumnos que por allí habían pasado se volvía humo en sólo unos segundos.

Mientras los demás se calentaban a la lumbre del pasado con aquellas vívidas llamas de resecos manuscritos y de libros de editoriales ya desaparecidas, yo decidí rendirle un último homenaje a esos chavales. Y me puse a ojear su vida, intentando ver cómo les habían ido en su época escolar a niños que, en la mayoría de los casos -como era habitual entonces- su formación académica se reduciría solamente a la E.G.B. Y gracias a escuelas como aquella, porque de lo contrario no tendrían ni eso.


En la mayoría de cuadernos que consulté había algo en común: tensión. Se mascaba mucho estres en el ambiente. Antes los colegios no eran como ahora, y el que un niño saliera llorando a moco tendido y con la cara marcada por las bofetadas de un profesor era el pan nuestro de todos los días. Así las cosas, no era extraño que la mayoría vivieran las horas de clase como un calvario, muertos de miedo. Y para la mayoría la salida al recreo era un vaso de agua refrescante en mitad de la dura rutina diaria.

Muchos profesores (y profesoras) eran salvajes que vertían en los más pequeños su propia frustración o problemas. Y cada línea, cada texto o cada redacción que había escritos con aquélla letra infantil en hojas carcomidas por el tiempo lo atestiguaba fehacientemente. Las matemáticas eran, como es de suponer, una de las asignaturas más temidas. Y por eso relojes como el CA-53W de calculadora significó un antes y un después. Aunque ya en los ochenta quedaban pocos profesores de esa vieja forma de llevar las clases (entre otras cosas porque ya no podían golpear a los alumnos), las matemáticas seguían aún teniendo la misma problemática y ejerciendo el mismo terror en la mayoría de ellos. Por eso los relojes calculadora eran uno de los bienes más preciados (y buscados) en clase, y fuera de ella, porque poder llevar contigo a todas partes una calculadora, en tiempos donde los smartphones no existían casi ni en sueños, no era moco de pavo.


Por ello, para entender lo que el reloj de calculadora significó de avance e innovación en el mundo no sólo de la relojería, sino de miles o millones de niños, hay que entender primero cómo eran de agobiantes para ellos las clases de matemáticas, y sin ninguna ayuda más que la del profesor (si es que podías contar con él, que no siempre era así...), o la de tus compañeros de clase, los cuales muchas veces sabían menos que tú. Poder averiguar el resultado de antemano de operaciones aritméticas o incluso averiguar si estaban bien hechas las divisiones, con un reloj calculadora te ahorrabas a veces horas de rodeos inservibles. Incluso podías adelantar varias soluciones o probar diferentes resultados, para ver si alguno de ellos resolvía el problema planteado. Tal es así que llegaron a ser el odio de los profesores. Casi podías hacer cualquier cosa excepto llevar uno de estos relojes, porque nunca pasarían por alto el verte con él. Les aterrorizaba. Por fin las tornas empezaban a cambiar, y por fin había algo que les aterrorizaba a ellos, y no se quedaba solo en que ellos aterrorizaban sin ninguna réplica al alumnado como había ocurrido en el pasado. Por fin los niños tenían "armas poderosas" en sus manos. O más bien en sus muñecas.


Luego todo cambiaría, y ahora... Bueno, ahora es una historia completamente diferente. Pero para entender el impacto que los relojes calculadora causó en muchos colegios (o en la mayoría), hay que entender la historia de aquéllos tiempos pasados. Y en este rinconcito de Casio no podíamos dejar de recordarla, porque le da sentido a muchas cosas. Eran años duros, sin ayudas electrónicas. El reloj calculadora fue de las primeras tecnologías estilo ordenador que muchos alumnos tuvieron a su alcance. Fueron el anticipo de muchos otros dispositivos más completos y complejos. Fueron el apoyo de muchos niños (y no tan niños), y este es un homenaje más que merecido que desde aquí les damos a todos ellos. Gracias a Casio muchos de estos relojes perviven aún en nuestras muñecas, como el CA-53, sin apenas variar desde sus primeros modelos. Y cuando contemplamos estos relojes tan especiales, miles de aventuras (y desventuras) de miles de niños inundan nuestra mente, llenándonos con sus recuerdos. Son bosquejos, testigos, fósiles de un pasado que forma ya parte de las vicisitudes y evolución de la propia sociedad humana. Son, en suma, un trozo de historia viva en nuestra muñeca.









| Redacción: Zona Casio

2 comentarios:

  1. BESTIAL el post que os ha salido, me ha encantado, la historia, la forma en que tratais el reloj y el punto de vista muy acertado. Gran artículo para un gran blog.

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  2. Que grandes recuerdos!
    Aunque en mi época de EGB, no llegué a tener un CA-53, me conformaba más que de sobra con el F-87W.

    Lo que si recuerdo es que su estética en plan ordenador, me recordaba mucho a mi Spectrum de 16K.

    Las teclas de goma, el color negro, e incluso los tonos de las serigrafías en rojo. Y esa era la principal razón por la que lo quería. Tener un Spectrum en miniatura en mi muñeca.

    Para muestra un botón: http://commons.wikimedia.org/wiki/File:ZXSpectrum48k.jpg

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