Éramos los últimos de la clase, esos chavales a los que los profesores les ponían un cero en sus notas y se echaban a reír, porque les daba lo mismo y a sus padres también les daba absolutamente igual. Así que no estábamos en ese lugar precisamente por nuestra inteligencia, sino más bien por meternos siempre en medio de los líos y aparecer en las listas negras de los profesores (que también las había, y nos tenían tomadas las medidas).
Por eso, en cuanto el sabihondo de turno llegaba con un nuevo reloj, allá que nos íbamos a curiosear en torno a él. "Déjanoslo ver un momento", "¿qué hace?", "¿tiene cuenta atrás?", "déjame probarlo....". Vanos intentos que hacía el listillo por tratar de esquivarnos, puesto que siempre se lo acabábamos arrebatando de las manos entre sus negativas, primero trataba de resistirse pero al final cedía y fingía habérnoslo dejado él (éramos tontos, pero no tanto), y nos decía aquello de: "vale, os lo dejo, pero solo un rato, ¿eh?", y continuaba con una serie interminable de excusas: "que no es mío", "que me lo han prestado", "que mi padre va a preguntarme por él"... O sea, el muy capullo reconocía que tenía padre. Eso sí era jeta, y nos ponía más furiosos aún.