En los años ochenta me fui de mi pueblo a la capital. De un sitio en el que apenas llegaban las ofertas de los grandes hipermercados, en donde ni tan siquiera teníamos tiendas de ultramarinos y era habitual que pasaran los vendedores ambulantes de todo tipo de productos (frutas, patatas, pescado...), y hasta el cartero solo llegaba unas veces por semana, pasé a un lugar donde casi a diario el buzón se llenaba de propaganda de lo más variada, y las grandes tiendas y supermercados los tenía a la vuelta de la esquina. Recuerdo que devoraba los catálogos de productos, y lejos de sentir ante la publicidad por correo esa especie de "grima" que le tienen ahora casi todo el mundo, a mí me entusiasmaban. Por desgracia los catálogos de Casio no llegaban a los domicilios, pero sí nos íbamos a buscar catálogos de coches a todos los concesionarios que podía. Seat era la marca más desagradable de todas (de ahí nació el
asco actual que siento por la marca española, todo hay que decirlo), apenas te daban un minúsculo catálogo de su Seat Ronda, y eso de mala gana y a regañadientes. Sin embargo Renault era la mejor, y acabé con una columna inmensa de catálogos de su Renault 11, del Renault 9, del 5, del 20 (mi preferido), del 17...
En aquellos tiempos cogía el catálogo y empezaba a mirar qué versión me compraría (me imagino que a todos os ha pasado algo parecido), seleccionando entre motor y acabados. Por regla general acababa eligiendo el más veloz, algo que, obviamente, ahora ya no haría y todos sabemos que hay muchísimas más cosas importantes a la hora de inclinarnos por determinado modelo de coche y que la velocidad no es (ni debe ser) una de las más importante. En realidad es lo que menos importa. Pero obviamente mi mente infantil no lo veía así.