No había barrio de ciudad, o calle de pueblo lejano, que no tuviese en sus alrededores alguna relojería. En muchas partes había varias. Pero la mayoría de ellas estaban centradas aún en los relojes mecánicos, aquellas rarezas que procedían de oriente con "pantallas" y "dígitos" eran tan extrañas que se dudaba todavía dónde venderlos. La mayoría de relojeros ni siquiera sabían cómo funcionaban y, ante la duda, lo mejor era ignorarlos. El miedo causa confusión.
Si alguien quería conseguir una de aquellas "maravillas tecnológicas" que, decían, tenía un ordenador en su interior (¿qué era eso de "un ordenador"?), salvo en las grandes ciudades, no le quedaba otra opción que pedirlo por catálogo.