Los que hemos tenido la suerte (o la desgracia) de pasar bastantes años de nuestra vida viviendo en algún pueblo pequeño, normalmente no teníamos la posibilidad de disfrutar de los relojes en nuestro entorno paisajístico. En mi caso no teníamos reloj ni en la torre de la iglesia, y ni siquiera en la estación de trenes, la cual no era más que un simple apeadero.
Cuando, años después, nos trasladamos a la ciudad, los relojes tampoco tenían cabida en nuestro barrio de la periferia. Este elemento estaba destinado únicamente a los barrios más céntricos y ricos. Hubo un proyecto, sin embargo, para la adquisición de relojes de estilo gótico construidos en hierro forjado, que adornaran las esquinas de las mayores avenidas y plazas. Pero los gustos del alcalde eran muy caros: cada unidad costaba la friolera de 6.000 €. Al final el consistorio adquirió un par, que colocaron -y que aún permanecen- en las calles más céntricas, junto a los edificios de más rancio abolengo.