El reloj de muñeca, ese pequeño aliado que nos acompaña en el día a día, nos marca el ritmo de la vida sin que apenas nos preocupemos por él... hasta que un día, sin previo aviso, su aguja se detiene o su display se apaga. Y ahí empieza el quebradero de cabeza.
El primer pensamiento es casi siempre de desconcierto: ¿Cómo puede ser que justo ahora se agote la pila? Como si hubiera un momento oportuno para ello. Luego viene la búsqueda de la dichosa pila, porque no todas son iguales, y el destino suele querer que la nuestra sea una de esas difíciles de encontrar, una rareza casi extinta en las tiendas de barrio. Y si, por suerte, damos con ella, nos asalta la siguiente duda: ¿Nos atrevemos a cambiarla nosotros mismos o mejor buscamos una relojería?
Si optamos por la aventura del cambio casero, nos enfrentamos al reto de abrir la tapa del reloj sin estropearlo, lidiando con herramientas improvisadas o con kits específicos que parecen más diseñados para probar nuestra paciencia que para facilitar la tarea. Y si desistimos y decidimos acudir a un profesional, nos topamos con otro problema: cada vez quedan menos relojeros, esos artesanos de la precisión que parecen haber sido arrinconados por la era online y el descarte rápido.
Así, lo que en principio parecía un detalle menor se convierte en toda una odisea. Pero tal vez haya algo poético en ello: el reloj, ese objeto que nos mide el tiempo, nos obliga, en su pausa inesperada, a detenernos también, a valorar lo que implica su presencia y lo que supone su ausencia. Nos recuerda que, aunque intentemos controlarlo, el tiempo tiene su propio ritmo... y a veces, nos impone un pequeño alto en el camino.
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