No tiene mucho que ver con la relojería (aunque, obviamente, tratándose de mí sí encontrará el lector referencias por doquier a los relojes), pero como estos días estoy dedicándome de lleno a ello, me apetecía compartirlo con vosotros. Se trata de la historia de Gilberto, el carterista. Carterista, sí, esa "profesión" que tantos disgustos ha causado - y causa - a muchas personas, porque obviamente no es nada agradable que te roben toda la documentación que lleves encima, y que siempre se cobra muchas víctimas, sobre todo en época estival.
El relato formará parte de un nuevo recopilatorio (sin fecha aún de aparición) de "No te escapas de la Inquisición", donde Erius tendrá que enfrentarse a los casos más desafiantes de nuevo. Os dejo con esta pequeña introducción, que confío en que os resulte interesante.
Se ajustó el nudo de la corbata, revisó por última vez los botones de la camisa almidonada, y echándole el aliento a los gemelos dorados, los limpió con el puño de la chaqueta americana. Luego, se dirigió hacia la mesilla de noche, abrió un cajón, y sacó un reloj. Era pesado, de acero. Por su smartphone comprobó que estuviera en hora y, tras constatarlo, se abrochó el armis. Le echó un último vistazo a la esfera azul, y sonrió. Se trataba de un lujoso Tudor Pelagos... Aunque no era lo que parecía, aún a pesar del conocido escudo partido en el frontal del reloj, en realidad no le había costado más de 400 euros en un distribuidor no demasiado ético de Internet. Era una falsificación, buena y que daba bastante bien el pego, pero falsificación al fin y al cabo.
Como falsas eran sus gafas de sol, que imitaban fielmente a una conocida marca californiana, o su encendedor, que simulaba ser de la legendaria marca Champ original, pero que quien leyera su fondo, o se fijase en él, leería "TriStar". Un encendedor por el que, en un estanco de los bajos fondos, le habían pedido dos euros. Significativamente más barato que el medio centenar de euros que costaba uno de los encendedores auténticos de gasolina más elitistas del mercado.
En resumen: todo era falso en aquel caballero, aunque a simple vista pareciera todo lo contrario y se alojase en uno de los mejores hoteles de la ciudad, el Gran Hotel. Pero necesitaba que fuera así por su trabajo, en donde la apariencia era esencial para no levantar sospechas, para embaucar a incautos, y para que sus víctimas bajasen la guardia. Porque si un viandante veía acercarse hacia él a un desconocido mal vestido, oliendo desagradablemente y con aspecto desaliñado y mugriento, su primer acto instintivo sería apartarse y cuidarse muy mucho de que se pegase demasiado. Ahora bien, todo cambiaba si quien venía hacia él era un hombre bien vestido, luciendo un brillante y caro reloj de una marca prestigiosa, con unos zapatos lustrosos y un perfume refinado. Una persona así debía de ser alguien de éxito, y nadie temería viajar a su lado en el autobús, o esperar junto a él en la estación de metro.
En esta edonista sociedad de la imagen y las apariencias la estética vende, y lo bonito enseguida entra por los ojos. Por eso las estanterías de los supermercados se llenan de envoltorios de productos de llamativos colores, con tipografías muy lindas y rebuscadas, e incluso las interfaces de usuario (UI, "user interface") de los smartphones están atiborradas de iconos dulzones y coquetos, así como de animaciones y elementos con chulísimos sombreados y degradados. Aunque eso suponga el mayor consumo de memoria, y la mayor carga de procesador. Todo para venderte su engaño y su fraude. Todo para estafarte. Y el hecho de que la gente caiga como moscas demuestra que funciona. Y funciona muy bien.
De manera que Gilberto, que prefería que le llamasen Gilbert, que sonaba más "sofisticado" (y así lo tenía puesto como nombre en su dirección de correo electrónico, y en sus tarjetas de visita), tras comprobar que su encendedor funcionaba (él no fumaba, pero era buena excusa para acercarse a gente que sí lo hiciera), tomó su gabardina color crema, se la colocó estratégicamente doblada sobre el antebrazo, a la altura de su ombligo, y salió de su habitación de hotel.
Gilberto era un "raterillo", había empezado siendo un mocoso en su barrio natal de Moratalaz, primero como un juego, llevándose con sus amigos algunas chucherías de la tienda de comestibles, o cajas de cerillas del estanco, atendido por una vieja y confiada señora. A medida que fue creciendo fue aprendiendo "el oficio" con malas compañías, que habían acabado en la cárcel (él ya había estado un par de veces). Pero de, entre todo el variado elenco de maldades y fechorías que la calle le había presentado, él se había quedado con el oficio de carterista. Era con el que mejor se encontraba y con el que se sentía más a gusto. A fin de cuentas, era perfecto para su aspecto de "dandy" americano, con cabello engominado y bigotito bien perfilado. Porque robar a punta de "sirla" pues, francamente... No le iba. Aparte que el robo con violencia traía consigo penas y multas más duras, cuando las cosas salían mal siempre corría la sangre. Y él odiaba la sangre. Tampoco tenía dotes para robar coches. Sí era hábil abriéndolos, pero conduciendo era un desastre. Nunca sabía por qué sitio tirar, y le acabarían pillando siempre.
Pero en el astuto y sibilino arte del carterismo, en eso era un manitas. Tenía una habilidad natural, "un don", o una cierta afinidad, como se lo quiera llamar. Sea como fuese, con su gabardina doblada en el brazo (o cualquier otra cosa) podía robar bolsos y carteras, ocultarlos fácilmente, y "desplumar" hasta al transeúnte más desconfiado. Solo tenía que esperar junto a algún quiosco de prensa, o puesto de venta ambulante, y cuando el infortunado cliente llevara la mano a su bolsillo para pagar, se acercaba él y en un abrir y cerrar de ojos se llevaba la cartera. La mayoría de sus víctimas no se enterarían hasta la siguiente compra, o hasta llegar a sus casas.
Pero su campo de actuación preferido eran, por supuesto, las grandes aglomeraciones, las horas punta en el metro, o las colas una tarde de fin de semana, de sábado o de viernes en los grandes almacenes. Allí se ponía las botas, como quien dice. Con un par de horas de "trabajo", podía arreglarse todo el mes.
Claro que su ritmo de vida no era ni mucho menos barato. Como Gilbert solía decir, "si vives peligrosamente, disfruta intensamente". Y no porque se comprase caprichos caros, ya hemos podido ver que todo lo que llevaba o era falso, o de imitación: Champ que eran TriStar, o Tudor que no eran Tudor. O sea: imitación, o pura y dura falsificación. El dinero se lo gastaba en otras cosas: mujeres, hoteles, y viajes, por ese orden. Mujeres porque..., en fin, no podía pasar sin ellas. Hoteles, porque tenía que mantener las formas, y aunque podía fingir usar un encendedor de Champ, no podía fingir, obviamente, alojarse en un hotel de lujo. Y viajes, porque no podía llevar el "trabajo" a casa. Tenía que hacer sus fechorías lejos de su lugar de residencia habitual. Como le había dicho un viejo carterista, del que había aprendido muchos secretos del oficio, "uno no orina en el plato que come". Además, si algo se torcía y salía mal, podría poner pies en polvorosa y no volver a aparecer por allí.
Se dice que las cámaras de seguridad, y la tecnología en general, ha acabado con su oficio. En parte así era, pero un carterista que lo lleve en la sangre siempre será un carterista y, cual prestidigitador - una profesión que era, en cierta manera, prima hermana (un buen carterista tenía mucho de juego de manos) -, en la mayoría de ocasiones la mano es más rápida que el ojo. Y cuando los vigilantes de las cámaras de seguridad, o los policías, se han dado cuenta de lo que ha pasado, él ya se ha evaporado y puesto pies en polvorosa. Porque claro, ¿quién iba a sospechar de un elegante caballero, de noble porte, con un carísimo Tudor Pelagos en su muñeca? Pues eso, nadie. Porque una fachada cuidada y de buena apariencia, como los envoltorios brillantes y llamativos, sigue vendiendo y mucho.
| Redacción: Bia Namaran para ZonaCasio.com / ZonaCasio.blogspot.com
Continuación por favor...!!!
ResponderEliminarMuy prometedor.
ResponderEliminarSi, muy interesante y bien escrito.
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