Mes de julio, el verano estaba en su máximo apogeo. El calor del estío había hecho olvidar las lluvias de primavera. Las nieves de los más fríos meses invernales quedaban muy atrás, como si fueran recuerdos de otra vida. El calor hacía que molestase hasta la mínima prenda sobre la piel, pero volvía a contemplar el paisaje brillante, a las verdes praderas luminosas, y el hatillo pesaba menos cuando se camina alegre. Fray Bernard o, como también se le conocía, "el monje de los relojes", se dirigía por una vereda escarpada hacia el monasterio benedictino de Vega de Sanabria. Podía escuchar, abajo en la aldea, el sonido de los herrajes de los caballos, de las carretas y carruajes cargando heno y los productos de las huertas que, junto al río, los campesinos habían logrado cosechar.
Cuando llamó al pesado y enorme portón, el monje jardinero le recibió. Aún recordaba una de sus últimas conversaciones con él, fray Mario: "el jardín son los muros" - Le decía -. "La belleza está en ellos, puesto que ellos son los que nos protegen y nos mantienen a salvo del mundo. Todo el jardín va destinado a resaltar su belleza, y se trabaja en el jardín para que se admiren los muros". Y los muros del monasterio de Sanabria no eran, precisamente, algo circunstancial. En sus planos y construcción los monjes se empleaban con tesón y con especial dedicación, y por eso eran muy gruesos, enormemente gruesos, de más de medio metro de piedra mezclada a conciencia con argamasa. Unos muros inexpugnables para mantener la fe y preservar la tranquilidad a salvo de la contaminación y los vaivenes -siempre interesados- de codicia y vanidad de los mortales. Un recinto donde preservar la paz para poder centrarse en Dios que era, al fin y al cabo, lo verdaderamente importante.
Porque mientras en el mundo se debatía y esforzaba en conseguir más riqueza, más cosechas y más placeres, en el interior del monasterio todo giraba y se centraba en la oración. Y no había nada que fuera más importante que ella, ni siquiera los frutos del campo de los que dependían en gran manera los monjes para su subsistencia, ni el jardín medicinal en cuyo rincón fray Alejandro se esmeraba con tanto empeño. En el fondo, siempre que el monje estuviera centrado en Dios, el resto no importaba. El Señor proveería si necesario fuese.
Pero existía un instrumento necesario, sino vital, para que todo aquello pudiera ser llevado a cabo en el instante preciso: el reloj. Incluso algunos de los aldeanos dependían de él para detenerse al mediodía y rezar el Ángelus, o para acudir a las exequias de algún pariente o vecino. Así que el reloj era importante, y un lazo invisible y aséptico entre el recinto religioso y su pecaminoso y amenazador exterior.
Y fray Bernard, de la orden de los frailes menores, estaba allí para asegurarse que las horas canónicas siguiesen cumpliéndose a rajatabla en el orden que dictaba la iglesia a través del reloj del campanario. Porque, si los muros eran el escudo que mantenía a los monjes a salvo, la torre del reloj era la atalaya por la que observaban y contemplaban, con la seguridad de la distancia, los vanos esfuerzos de los hombres retorciéndose por lograr apoderarse de un trozo de suelo. Entre las nubes, casi rozando el cielo, al lado de los constantes giros de los engranajes mecánicos, los religiosos podían ver sucederse ante sí generaciones del género mundano luchando a brazo partido en los mismos conflictos, corriendo desesperados tras sus sueños fugaces, ardiendo de ilusiones y fantasías pasajeras. Veían cómo llenaban sus corazones vacíos de pasatiempos, sin detenerse a contemplar su propia desdicha no fuera que, arrancado el frío y tenebroso velo de ésta, descubrieran un alma desnuda devorándose a trozos por el tiempo implacable que, desde la torre del reloj, éste les señalaba y advertía con sus manecillas a cada uno y a todos: "tu tiempo se está acabando, ya no te queda mucho aquí".
Y, tras sus últimos estertores, las campanas tocarían anunciando su muerte. Su propia muerte.
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Buen relato que nos demuestra que la relojería, es apasionante a todos los niveles.
ResponderEliminarGracias por compartirlo.