Una de las épocas más entrañables de mi vida fue cuando trabajaba en una empresa de paisajismo. Muchas de las veces lo que nosotros hacíamos eran derribos, y aunque el trabajo era duro tengo que confesar que me lo pasaba "pipa" con aquéllas irrompibles desbrozadoras profesionales, con discos de metal de amenazadores (¡y cortantes!) dientes de sierra, el motor rugiendo al final de la transmisión por cardán y mi fiel F-91W lleno de polvo, rastrojos, barro y sudor en mi muñeca. En una ocasión tuvimos que ir a realizar nuestra labor a un colegio de pueblo. La intención era rehabilitarlo y adecentarlo para destinarlo a otros usos, así que nuestra labor era tirar abajo todas sus paredes dejando únicamente en pie la fachada principal y las columnas de su soporte.
El edificio se había construido en la época franquista, y era una de estas escuelas -que apenas existen ya- de pueblo que prestaba servicio a chiquillos cuando los pueblos, incluso los más pequeños, aún tenían una población infantil destacable. El mencionado colegio llevaba muchos, muchísimos años cerrado, y la vegetación exterior había superado casi la altura de su primera planta. Para llegar a la puerta principal tuvimos que ir abriéndonos paso como si fuera la selva negra. Teníamos la llave (uno de estos enormes llavones de metal que tenían las cerraduras en muchas casas antiguas) que aún guardaban en el ayuntamiento, pero el paso de los años había dejado la cerradura inservible. Nuestro capataz empujó y empujó para abrirla, al más puro estilo policía peliculero, pero la puerta agarrotada no acababa de ceder. Así que decidimos explayarnos y propinarle patadas (con nuestras botas de seguridad puestas, por supuesto) ante lo cual una de las hojas de la puerta al fin cedió. Acabamos abriéndola empujando entre todos.